Emprendí este viaje con una sed de historias que contar, que aún me parece insaciable. Es inevitable no pensar en los encuentros pasajeros y en la felicidad que cada uno de ellos desprende después de recetarte libros tan intensos como los de Isabel Allende.
Pensar en la posibilidad de vivir pequeños instantes sin oportunidad de juzgar, en donde las historias se tratan de tan solo dos desconocidos que coinciden en el mismo viaje, me eriza la piel.
Viajar sola nunca ha sido mi fuerte, es más, me atrevería a decir que el miedo que me produce me ha paralizado más de una vez para tomar decisiones acertadas. Pensar en la reacción de la gente cuando se da cuenta de que estás perdida y a duras penas hablas su idioma me ocasiona un temor similar al de encontrar un monstruo en el closet a las tres de la mañana.
Sin embargo, después de una relación sin rumbo de dos años, en donde la mayor parte del tiempo viví paralizada y a expensas de lo que mi pareja quisiera, y sobre todo, aprovechando este ímpetu de querer hacer todo ( de manera moderada claro) compré un boleto de ida y vuelta para visitar a mi Pelón favorito.
Así fue que sin más, mi papiringo dejóme en el aeropuerto con mi maleta y mi ímpetu por encontrar nuevas historias que contar. Me dirigí a la sala de espera no sin antes pasar a comprar un libro que me alivianara el tiempo “Célebres pendejadas en la historia de México”. Por dos horas me dispuse a leerlo. La gente poco a poco iba llegando y yo como si nada seguía riendo con tanta pendejada.
En fin, en uno de los momentos en que disfrutaba de tan solo leer, se apareció un chico, alto, moreno y muy bien formado, por no decir buenísimo, que de no haber sido porque yo estaba leyendo, seguramente mi historia con él hubiera empezado desde antes. No nos hablamos pero el intercambio de miradas fue inevitable, y creo que no precisamente fue que nos viéramos a los ojos. Era inevitable no pensar en una historia guajira con el hombre guapo que se había sentado a unos metros de mí, pero… cómo empezaría una historia? Pues con lo primero, imaginándola.
Subí al avión después que él, desafortunadamente estábamos lo suficientemente lejos como para no cruzar palabra alguna. Opté por dejar de pensar en mis sueños guajiros y me dispuse a perder el tiempo. Las chicas a mi lado no eran muy sociables que digamos así que no me quedó de otra más que guardar silencio y ver a través del vidrio de la ventana como las quejas, las rutinas y los horarios se quedaban en mi hermoso México para dar a paso a una nueva aventura.
Es curioso como la vida te pone en situaciones a las que te has rehusado por alguna razón. Mi ex insistía tanto que conociera San Francisco que hasta gordo me caía, esa adicción suya por todo lo que no fuera mexicano en verdad me encabronaba, esa fuerte tendencia a hacer que todo lo que tienen los demás es mejor que lo que él tiene me enfurecía. Aterrizar en San Francisco sin él fue irónico. Lo que tanto quería hacer él conmigo lo estaba haciendo yo sin él. Afortunadamente San Francisco era solo una parada y no todo el viaje aunque no miento, me gustaría conocer la ciudad que vi a mi llegada.
Bajé del avión y pasé por la aduana, en dónde debo externar que, no sé por qué los oficiales gringos tienen esa manía de preguntar cosas que no son de su incumbencia. Hace algunos años cuando iba con George (mi compañerito de clase) de regreso de Tijuana, por bruta me metí a inspección secundaria sin necesitarlo. Ohh grave error, el oficial nos preguntaba ¿son novios? ¿Amantes? ¿Esposos? ¿Qué hacen a esta hora por aquí? A lo que yo me decía ¿y a este que chingados le importa?
Pues bien, aunque en esta ocasión la historia no fue tan desagradable si fue algo similar. ¿Viene de vacaciones? Si, ¿pues qué no tiene trabajo en casa? En fin, pase sin problemas y me dirigí a la siguiente parada. Buscar la sala para el siguiente vuelo. Recogí mi maleta y la lleve para la siguiente parada y en esoooo…. que lo veo, con ese cuerpo de “S”. Vaya suerte la mía, al parecer viajaríamos juntos en el siguiente vuelo.
Aquí es en donde me quedo pensando, ¿cuáles son las probabilidades de que en un avión de más de 100 personas te toque seguir viajando precisamente con el hombrecito buenote? Nos encontramos en la entrada, me preguntó algo medio menso y de ahí ni quien le parara la boca. ¡Qué bárbaro!, como hablaba, pero eso era lo de menos.
Me contó, mientras caminábamos a la segunda inspección, que el aeromozo, un güerito de ojos azules más puñal que nada, se lo estaba ligando en el avión y le regaló de todo: sándwiches, shots de vodka y unas avellanas. Yo por bruta, no había comido nada, así que fue maravilloso compartir las avellanas que Scott le había regalado como señal de su calentura. Gracias Scott en donde quieras que estés por contribuir a mi aventura fugaz con algo en el estómago.
En fin, localizamos la puerta, conocimos el aeropuerto, quisimos comprar unas cervezas y no pudimos y seguimos platicando. Resulta ser que mi nuevo amigo era un tipo Juan Querendón que vivía en Veracruz, trabajaba como vigilante en Pemets (tal vez así lo decía por el acento veracruzano, pero preferí no averiguar por aquello de no juzgar). Tenía 30 años, era una macho declarado (a su última novia le pidió que aprendiera a cocinar para poderse casar) e iba para Portland porque tenía que hacer una conexión a Wisconsin en donde vería a su hermano, quien se mudaría de allá para Eugene, un lugar como a dos horas de Portland. Básicamente el hermano lo traía de cargador (jejej pero bien conservado).
Debo reconocer que por lo menos buen sociabilizador era, tenía esta técnica infalible de repetir mi nombre hasta que se lo aprendió. Entonces cada vez que hablábamos lo repetía, se lo aprendía y yo me sentía escuchada. Me parece que es algo que debería de empezar a hacer, hacer como escuchas al otro por solo saberte tu nombre me parece algo sencillo de hacer. Y digo como que hacía que me escuchaba porque cuando me preguntó que estaba leyendo, y contesté, el pobre hombre me puso una cara de ¿de qué me estás hablando? Que no pudo con ella. Pude ver en sus ojos perfecto como se fue a dar un paseo por toda la sala para solo regresar en el momento adecuado y decir sí, a: ¿me entiendes? Pero vamos, es esta aventura en específico el IQ era lo de menos. Digamos que estamos conscientes de que no se puede tener todo en esta vida.
Dentro de la conversación, preguntó una o dos veces cuál era mi vuelo. La verdad al principio me hice mensa. Seguimos platicando de la inmortalidad del cangrejo hasta que hablamos de los suertudos que éramos (él por siquiera pensar estar conmigo y yo pues creo que ya lo dije). La plática se tornó un tanto cuanto aventada cuando empezó con frases ligadoras como: Pues te ligo si te dejas, que suerte estar con una chica tan guapa, yo no quería estar aquí pero ve nada más lo que me trajo el destino… y esas frases de Juan Querendón que me cae, le funcionaron bien.
En fin, después de atragantarme con las avellanas y de sus insinuaciones, una de las señoritas anunció que el vuelo estaba sobresaturado y no habría cambios de lugar. En ese momento fue como una señal y pensé, “claro esto tenía que acabarse rápido, ¿Por qué nunca tengo suerte?... Pero ilusa yo con todo mi ser. El hombre seguro de sí mismo se volteó y me dijo “ya dime que boleto tienes, para saber si nos vamos juntos”. Digamos que él tenía el 38 y yo tenía el 35. No muy lejos pero definitivamente nada juntos.
Cuando nos paramos para abordar el avión se encontró con una chica que venía en el primer avión con nosotros. Me parece que ella era de Portland pero hablaba y entendía bien español. El hombresito le preguntó a la chica por su boleto, inocente de mí pensé que buscaría sentarse con ella. Digo ya nosotros éramos caso perdido, con ella tenía oportunidad de hablar (Favor de hacer una pausa e imaginarme como magdalena en pleno drama). Resultó que la chica tenía el boleto a un lado de mí. Suerte, casualidad, señal de que diosito me quiso mucho durante el viaje, no lo sé. En ese momento Anuar le cambio el boleto y resultó que en menos de dos minutos había logrado lo que yo ya pensaba perdido: sentarnos juntos.
Subimos al avión, acomodamos nuestras cosas. Él se sentó junto a la ventana y yo en medio. San Francisco se veía increíble pues ya era de noche y la luna, simplemente se mostró tal cual era.
Después del procedimiento de rutina, de los videos aburridos y de entender que estaba a punto de abandonar la parada de la ironía, el pilotito de estufa decidió despegar. Yo veía la ciudad como niña chiquita conociendo el mundo (digamos que la descripción no está tan alejada de la realidad). Anuar muy consciente me decía, acércate para que puedas ver la ciudad. Entonces decidí inclinarme para ver San Francisco y la luna maravillosa que fue mi compañera en esta aventura.
El hombrecito muy lindo intentó abrazarme y digamos que con esos brazos yo no dije no. La verdad no creo que alguien se atreviera a hacerlo. Debo confesar que antes que cualquier otra parte del cuerpo, lo que me matan son los brazos fuertes. Me encanta que se vean lo suficientemente fuertotes como para saber que podrán cargar conmigo en cualquier circunstancia. Recuerdo que la primera vez que supe que alguien con esas características era completito para mí, no lo podía creer, es más, me atrevería a decir que cada vez que tengo en mi poder algo que quiero peco de incrédula, aunque no por eso lo dejo de aprovechar.
En fin, el señor “S” decidió abrazarme pero hubo un pequeño inconveniente, el cinturón, mi escena romántica perfecta con un desconocido casi se echa a perder porque literal me tenía que doblar.
Pude soportar así como uno o dos minutos mientras veía lo diminutas de las luces y lo hermoso de la luna. En verdad nunca había visto una luna tan grande y hermosa en mi vida. Era como si pudiera agarrarla, darle una mordida y regresarla a su lugar. Cuando la vi, sentí los brazos de este Juan Querendón y caí en cuenta de que estaba volando, entendí el significado de lo fugaz, de lo corto y de lo efímera que es la vida cuando te regala momentos felices. Que todo, absolutamente todo está ahí listo para que lo encuentres, pero en definitiva tienes que salir a buscarlo o por lo menos hacer que se tropiece contigo para que te abrace con sus brazotes.
El dolor era incomodo así que decidí volver a mi asiento. Creo que él pensó que era una mamonserrima y que no me había gustado su intento de abrazo. Afortunadamente el hombre no tenía pelos en la lengua, después preguntó y aclaramos el punto, que se solucionó con desabrochar el cinturón…del asiento claro está.
Los aeromozos sirvieron las bebidas y por qué no? Nosotros aprovechamos las bebidas que el buen Scott tuvo a regalarle para brindar por la aventura que tanto quería encontrar. (Una vez más gracias Scott por el patrocinio). Pedimos nuestros respectivos jugos, el sacó las mini botellas y cada quien se echó su trago con el infaltable Salud! Por la alegría de conocernos, por ser los más parlanchines en todo el avión, por encontrar lo que buscamos, por Scott, por mi presente con sensación a pasado, por la ironía que quedó atrás, por las aventuras, por los suspiros, por el quizás de lo que nunca será (definitivamente más que abandonar a mi ex estaba abandonando mi lastre de 10 años a quien debía encontrarle unos tenis que por supuesto no busqué).
En definitiva saaaaluddd por estar viva, por atreverme a encontrar historias, vivirlas y contarlas. Así fue cuando en un dos por tres Juan Querendón me abrazó, vimos la luna y me besó. Fue como transportarme a los 50`s ( si poquito antes vi Media Noche en Paris y que?) Carajo! Que más podía pedir? Ese sentimiento de incredulidad me hacía la más feliz.
Eso era lo que yo buscaba y quería, lo que fui a buscar a Portland sin pensar encontrarlo en algún lugar del mundo volando en un avión. Vamos, las historias suelen desarrollarse en tierra firme, no cuando estoy volando (lo cual es infinitamente más peligroso).
Nos besamos por todo el tiempo que quisimos, y a mi parecer el vuelo fue muy corto. 45 minutos de besuquearte con un desconocido que tiene esos brazos que derriten y da los besos que me dio, por supuesto que es poco tiempo. Juan Querendón me decía “van a pensar que estamos en nuestra luna de miel”, en realidad me importaba poco. Creo que con la única que podría darme pena era con la chica que estaba a lado de mí y era poco social. Y eso porque con mi bajada repentina de peso se podían caer mis pantalones y mostrar algo de mi lindo traserito.
Pero de ahí en fuera, ¿Qué mas daba? A quién podría conocer o no conocer en ese avión que me diera lo que yo imaginaba. Lo había encontrado tan fugaz como lo quise y mucho más buenote de lo que pedí. Curioso, la vida te gratifica cuando pides con todo tu corazón que las cosas sucedan, una buena aventura quería y la conseguí en el momento en el que puse un pie fuera del tormentoso pasado y decidí vivir el presente.
En una de nuestras pausas intercambiamos teléfonos, el me dio el de su hermano y yo le di mi tarjeta, como señal de mera cortesía claro. Imposible pensar que las historias fugaces trasciendan más allá de lo que las películas lo permiten.
La historia iba bien, insisto que más podía pedir que no se me hubiera concedido ya? El pilotito de estufa ordenó abrocharse los cinturones, obedientes lo hicimos. Ordenó poner derechos los asientos también lo hicimos. Y decidió descender. Personalmente los aterrizajes me dan ñañaras, sobre todo cuando las rueditas tocan el suelo. Pero este aterrizaje fue diferente.
Juan decidió tomarme de la mano muy delicadamente, se acercó lo más que pudo y me beso suave y lento durante todo el trayecto hasta que el avión paró. La luna seguía en pie como fiel testigo de mis loqueras y yo no podía más que tener ñañaras de una de las mejores experiencias que he tenido en mucho tiempo. En definitiva no pude más que dar gracias por haber encontrado una historia de esas que revives al contar, pero que no tienen ninguna oportunidad de dar un hasta luego.