El flaco no pudo hacer nada por mi, más que escucharme por dos minutos. Me pidió ir a un lugar seguro y tranquilizarme.
A estas alturas no se sí acabé en uno. Solo se que así, en pijama y despeinada, salí corriendo buscando a alguien que me escuchara...
Abrió la puerta mas dormido que despierto ( supongo que es normal cuando pides ayuda a esas horas) Me preparó un te y dejó que hablara.
Le conté de la furia y el enojo, de como vi pasar el puño a un costado de mi cara. De la mano sangrando y del hoyo en la puerta de mi cuarto. Una y otra vez le repetía para confirmarme que esa era la última vez que pasaría, que ya no habría una segunda ocasión.
Él me escuchó hasta que la adrenalina se me acabó y entonces comenzó a hablar. Como es usual en él, me contó una historia y después lanzó una pregunta, de esas que duelen cuando las entiendes: ¿Qué más tendría que pasar para que te dieras cuenta de lo que sucede?
Pasaron todo tipo de imágenes en mi cabeza desde un choque por exceso de velocidad, una pelea, un ojo morado, un brazo roto, gritos, golpes...no pude más que llorar.
No podía creer lo cerca que estuve de la violencia, de convertirme en parte de una estadística. ¿Por qué lo había permitido? ¿Por qué le había abierto la puerta de esa manera a un trato que no merecía?
Caí exhausta y rendida. No quería pensar más, no quería saber que nadie es más responsable de esa violencia que yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario